El himno cristiano más famoso del mundo no salió de la pluma de un músico de conservatorio ni de un poeta consumado. Nació del corazón quebrantado de un pecador transformado.
“Amazing Grace” —“Sublime Gracia”— es, probablemente, la canción más cantada y grabada en la historia. Se entona en iglesias y funerales, en conciertos y películas, y ha sido interpretada por creyentes y también por quienes no lo son. Sin embargo, su poder no radica en la melodía sencilla, sino en la oportunidad eterna de sus palabras y en el testimonio de quien las escribió.
John Newton nació en Londres en 1725. Perdió a su madre a los seis años y fue criado por un padre severo que lo introdujo desde muy temprano en la vida del mar. Forjó un carácter rebelde e independiente, endurecido por la rudeza de los viajes marítimos.
Con el tiempo se convirtió en traficante de esclavos, navegando por el Atlántico para arrancar africanos de su tierra y venderlos como mercancía. Era blasfemo, cruel y despiadado. Tan brutal, que incluso sus propios compañeros marinos lo despreciaban. Parecía destinado a morir tal como vivía: endurecido, sin esperanza y lejos de Dios.
Una noche de 1748, a la edad de 23 años, en medio del océano, una tormenta feroz sacudió el barco en el que viajaba. El viento desgarraba las velas, las olas parecían montañas que querían tragárselo todo. John Newton, que tantas veces había ridiculizado la fe cristiana, pensó que había llegado su fin. Entre relámpagos y truenos, de sus labios brotó una súplica torpe: “Señor, ten misericordia.”
Contra toda expectativa, sobrevivió. Y aquel clamor improvisado marcó un antes y un después en su vida. No fue una conversión inmediata, pero sí el inicio de una transformación que se desplegaría con los años. La gracia comenzaba a abrirse paso en el corazón del esclavista.
Desde ese encuentro con la muerte, Newton ya no era el mismo. Su conciencia despertó. Finalmente abandonó el comercio de esclavos y comenzó a estudiar con seriedad la fe cristiana. Con el tiempo, se convirtió en un predicador apasionado del evangelio.
La transformación de John Newton fue tan real que no pudo guardarla en silencio. Aquel hombre que había traficado con vidas humanas se convirtió, con los años, en consejero de jóvenes líderes, entre ellos William Wilberforce, quien encabezaría la lucha por la abolición de la esclavitud en Inglaterra. El mismo Newton que había comerciado con cadenas, terminó levantando la voz contra la misma injusticia. Su pasado oscuro se volvió en una plataforma desde donde anunció la misericordia que lo había alcanzado.
Y fue en medio de esa nueva vida, en 1772, cuando brotó de su pluma un poema sencillo, nacido de un sermón en su iglesia en Olney, Inglaterra. Años después, en 1779, ese poema quedó plasmado en un pequeño himnario que Newton compiló junto a William Cowper: el Olney Hymns. Nadie podía imaginar entonces que aquellas líneas humildes cruzarían las barreras del tiempo y de la historia.
La melodía que hoy le conocemos se añadió mucho tiempo después, en 1835, cuando William Walker lo incluyó en su colección Southern Harmony. Desde entonces, la unión de esas palabras con aquella tonada se volvió inseparable e inmortal:
Sublime gracia del Señor, que a un infeliz salvó;
fui ciego, mas hoy miro yo, perdido y Él me halló.
En los peligros y aflicción, que yo he tenido aquí,
su gracia siempre me libró, y me guiará feliz.
No fueron versos escritos en busca de aplausos ni de fama. No nacieron en un estudio de grabación, sino en la confesión de un alma que había sido rescatada del abismo. John Newton sabía demasiado bien lo que significaba estar perdido y ser hallado, estar ciego y volver a ver.
Pero John Newton no es el centro de esta historia. Lo es Aquel en quien encontró esa maravillosa gracia: Jesucristo. Él fue la fuente que lo transformó. Newton no se reconstruyó a sí mismo; fue alcanzado por la misericordia de Dios. El mismo evangelio que Jesús proclamó: —“No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lc. 5:32)— fue el que obró en él.
Esa gracia asombrosa sigue viva. Es la misma que transformó a John Newton, la misma que inspiró su himno y la misma que ha sostenido a millones de creyentes a lo largo de los siglos.
Cada vez que, en algún rincón del mundo —en una iglesia o en una casa, en un funeral solemne o en un set de cine, en la recámara secreta de alguien que ora— se entona Sublime Gracia, se revive la confesión de un hombre que pasó de esclavizar a otros a ser libre en Cristo; de blasfemo rebelde a predicador agradecido. Su vida nos recuerda que el arrepentimiento verdadero no se mide en palabras, sino en frutos. Newton nunca gritó “me arrepiento”, pero lo vimos dejar atrás las cadenas del pecado y caminar en una nueva dirección.
Hoy, esa misma gracia sigue extendiéndose. No es un eco lejano del pasado ni una idea abstracta de religión, sino una invitación viva. La historia de este marinero, alcanzado por el perdón y la misericordia, proclama aún que, incluso en medio de las tormentas, podemos ser alcanzados por esa Sublime Gracia.
Y allí, la Biblia nos presenta a otro hombre que conecta directamente con la historia de Newton. No sabemos su nombre. No escribió canciones ni libros. Ni siquiera tuvo tiempo de demostrar el fruto de su arrepentimiento. Lo conocemos simplemente como el ladrón en la cruz. Pero, igual que Newton, levantó su voz al cielo en busca de ayuda. En medio de su tormenta final, muriendo en aquel madero, volteó a Jesús y le dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.” Y, al igual que John Newton, recibió el regalo inesperado de la gracia y la misericordia del Salvador.
La pregunta que queda es inevitable: ¿ya ha sido tu vida alcanzada por el poder de esa gracia transformadora, o estás dispuesto a dejarte alcanzar ahora?
Quizá hoy navegas entre relámpagos y olas desbordadas. Pero allí, en medio del caos, la misma voz que calmó la tempestad del alma de John Newton y le dio seguridad de vida al ladrón de la cruz, sigue diciendo: “Mi gracia es suficiente para ti.”
Porque si la gracia asombrosa de Dios pudo transformar a un malvado esclavista… también puede transformarte a ti, hoy.